miércoles, 6 de marzo de 2013

DIANA Y ACTEÓN


Acteón era hijo del dios cazador Aristeo y de Autónoe. Él era un vigoroso cazador. En una jornada se adentró en el bosque buscando un lugar fresco donde mitigar el ardor del mediodía y fortalecer los cansados miembros.
Escuchó el susurro de una fuente cuyas aguas, bordeadas de verde césped, se extendían formando un diminuto lago. Era allí donde Artemis, fatigada por la caza, acudía a bañarse. Se hallaba en la gruta, rodeada de las ninfas, sus criadas. Las doncellas llenaban de agua las ánforas para rociar con ella a su señora.

En tanto que la diosa se recreaba  en su acostumbrado baño, Acteón se aproximaba con paso despreocupado y penetró en la cueva, contento por haber encontrado un lugar fresco donde reposar. Al ver las ninfas a aquel hombre, se apiñaron gritando en torno a su señora con el fin de cubrirla con sus cuerpos. Pero la diosa las sobrepasaba en toda la altura de la cabeza.
La diosa cogiendo con la mano agua del manantial, roció la cara y el cabello del joven al tiempo que exclamaba con amenazadora voz.

El mozo se sintió sobrecogido de una angustia increíble; salió huyendo, él mismo admirando la velocidad con que se movía. No era humano, la diosa lo acabó transformado en ciervo.
Le avistaron sus perros, de repente toda la jauría se lanzó contra el falso ciervo. Ávidos de presa, persiguieronle por montes y valles. Llegaron sus compañeros, atraídos por el extrépido de los canes y con el grito habitual empezaron a azuzar la furiosa jauría al tiempo que llamaban a su señor, a quien creían lejos del sitio.

Después de aquel horrible fin de Acteón, sus perros echaron de menos a su amo; anduvieron buscándole por todas partes. Había una estatua del desaventurado mozo y al descubrirla se lanzaron sobre el metal y le lamieron manos y pies, mostrando tanta alegría como si verdaderamente hubiesen dado con su verdadero señor.

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